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En un mundo donde la independencia y la autosuficiencia se celebran como logros supremos, aprender a convivir es, paradójicamente, un acto revolucionario. Vivimos hiperconectados pero aislados, rodeados de personas y, sin embargo, solos. Nos enseñan matemáticas, gramática y cómo manejar dispositivos digitales, pero rara vez nos enseñan a habitar el espacio compartido, a sostener un conflicto con respeto o a construir algo más allá del interés individual.
Pese a las apariencias, la convivencia no es una habilidad integrada en nuestro sistema cultural ni educativo. Podría decirse que aprendemos a convivir desde que nos criamos con nuestros progenitores o tutores, pero eso no es del todo cierto. En verdad, desde que somos niños obedecemos a los adultos hasta que podemos decidir por nosotros y si somos honestos, eso no es convivir sino obedecer. No decimos que eso esté mal o bien. Como siempre, las cosas se dan como se dan.
Convivir es un arte que requiere libertad, aprendizaje, práctica y, sobre todo, conciencia. Ahora que somos adultos y podemos decidir, resulta que la sociedad moderna nos lanza a una carrera despiadada por el éxito personal por encima del bienestar colectivo. De nuevo la paradoja. Somos seres sociales por naturaleza y con ganas de convivir pero ya desde la escuela, donde se nos educa a base de puntuaciones individualizadas, es decir, competencia, hasta la edad laboral, que favorece la productividad sobre la cooperación, el mensaje es claro: «arreglátelas solo».
Pero como hay esperanza mientras el ahora sea ahora, estamos a tiempo de entender qué significa convivir cognitiva, emocional y socialmente sostenibles. Para ello la historia y el presente nos ofrecen algunos ejemplos inspiradores:
Estos ejemplos muestran que convivir no es imponer un modelo de forma masiva ni es vivir sin conflictos, sino el compromiso de quedarte en un lugar para mejorarlo y aprender a navegar los conflictos sin necesidad de huir o romper el tejido social.
Hoy enfrentamos un desafío sin precedentes: la fragmentación social. Las redes sociales han redefinido la idea de comunidad, creando burbujas de afinidad en lugar de espacios de diversidad. Paradójicamente, esta hiperconectividad digital ha dejado un vacío en la conexión humana auténtica.
Un fenómeno extremo de esta desconexión social es el de los hikikomori en Japón. Se trata de jóvenes y adultos que, afectados por la presión social y la falta de vínculos reales, optan por un aislamiento casi total, encerrándose en sus habitaciones durante meses o incluso años. Un estudio del Ministerio de Salud de Japón estima que más de un millón de personas viven en esta situación.
Este fenómeno no es exclusivo de Japón; en muchas sociedades, el aislamiento social se ha convertido en un problema creciente, exacerbado por la digitalización y la falta de espacios de convivencia genuina. Al otro extremo de las evidencias, sin embargo, tenemos estudios como el de la Universidad de Harvard sobre Desarrollo Adulto, que concluye que las relaciones significativas son el factor más importante para una vida plena y saludable.
Convivir no es simplemente compartir un espacio, es un proceso activo de aprendizaje y transformación. ¿Cómo se cultiva esta habilidad según nuestra experiencia?
Hacer realidad la convivencia no es algo baladí. Para Medita Natura, la convivencia no es un concepto teórico más, sino uno de los nodos que articulan el proyecto. Aquí, la meditación, la autosuficiencia, la agricultura y el acompañamiento psicoterapéutico se entrelazan para crear un entorno donde el aprendizaje del vínculo es constante. Qué mejor “material” de estudio que lo que aparece en convivencia.
No creemos en las utopías libres de conflictos, sino en espacios donde el conflicto es visto como parte del camino, no como un obstáculo. Convivir es un ejercicio de presencia, compromiso y responsabilidad compartida. Nos equivocaremos seguro, como todos, pero nuestro propósito está claro: restaurar el Vínculo.